viernes, 6 de febrero de 2009

AHÍ


Siempre hay un lugar en donde uno quisiera estar y si acaso ya se está en ese lugar pues entonces uno quisiera quedarse ahí más tiempo de lo que se está. Pero por lo general uno no está ahí, porque además se trata de un lugar incierto, a veces sólo posible en la imaginación. El ansiado lugar puede no ser más que un momento del pasado, una casa, un momento, una persona o toda una época; pero por muy pasado que sea, aunque uno se crea que por lo menos ese lugar o ese momento perfecto existieron la verdad es que tampoco fue así, pero es importante aferrarnos a la idea de que sí, que era igual de luminoso como aparece en la nostalgia.
A veces nuestro lugar se aparece como una epifanía en la página de una revista. La casa de los sueños, las vacaciones ideales, el lifestyle anhelado. No vale la pena decir que se trata de un set de fotografías y que la esbelta e inmaculada mujer que aparece rodeada de sus dos bellísimos hijos en realidad no ha tenido ningún embarazo y por eso tiene el vientre plano; es más, es casi de la edad del niño mayorcito y además ese que la abraza como el marido más amoroso y protector, en realidad es gay o terminó con su novia en una noche extrema donde sobró el alcohol y la cocaína. Ah, y por cierto, esa casa perfecta de pulcras decoraciones, en realidad huele a caño y tiene unos vecinos molestísimos.
Ahora que lo pongo así, el ejercicio de evocar la realidad sobre los lugares perfectos podría ser la terapia perfecta para dejar de pensar en ellos, para alejar la nostalgia y pensar que tal vez este odioso trabajo y ese departamento minúsuculo no están tan mal.
Bueno sí, puede funcionar un rato. Pero luego aparece de nuevo el "kibutz del deseo" y todo se pone borroso de nuevo. Los más optimistas podrían sentirse a un paso de él; los más pesimistas quizá tengan dificultades incluso para vislumbrarlo, pero por más bosquejos y pasos adelante, sigue a la misma distancia. O realmente, ¿qué estás haciendo para estar más cerca?, ¿realmente tiene sentido?

martes, 23 de septiembre de 2008

SABE QUÉ MOOD



Hace dos semanas me dio por escuchar a Manú Chao. Hacía años que no lo hacía, más allá de toparme ocasionalmente con algunas de sus canciones en tiendas, bares o hasta en el radio (no hay que olvidar que por esas relaciones raras de la vida Robbie Williams hizo popular que el I'm the king of bongo baby...je ne t'aime plus, mon amour sonara por todos lados). Gracias a dios que existe el Emule y pude complacer mis deseos de escuchar a Manú inmediatamente. Creo que la culpa la tuvo en principio Ricardo, que varias veces me dejó "un fax" porque no estaba en línea (si no conocen esa canción no pienso ponerme a explicar que se trata de la parte final o quizá la inicial de otro track de "Desaparecido" en la que un, suponemos, amigo de Manu le llama por teléfono y como este no contesta pues le manda un fax, quién sabe por qué). El caso es que recordé a Manú y me dieron ganas de escuchar todo lo que pudiera... andaba en ese mood, medio relajado y medio nostálgico, medio de ganas de cantar estribillos como "arriba la luna oea" a todas horas, lo cual además le resultó bastante gracioso a Mariana. La semana siguiente ya no estaba en el mood de escuchar a Manú. De repente el fin de semana me dieron ganas de la música electrónica, traía un mood un tanto festivo y de hecho hasta me daban ganas de bailar como hace mucho no lo hago. Hay que destacar que toda la música que me ha dado por escuchar últimamente no es más que el soundtrack de un mood nostálgico en el que todo me recuerda a todo y en el que todo tiene que ver con recuperar momentáneamente tantas cosas que uno ha dejado atrás, desde una desvelada en privado con los cuates, hasta un campamento improvisado en la playa, incluso me he acordado de días específicos de trabajo y eso también me pone nostálgica. No sé si mi ya demasiado alargado mood nostálgico tendrá que ver con las proximidades de mi cumpleaños, pero la verdad es que no pretendía hablar de cómo me ando sintiendo en estos días (estoy tan harta de que me corrijan los gerundios que ahora los busco porque también tienen que ver con mi mood nostálgico), más bien iba a hablar sobre el mood y en qué momento le cambiamos la frecuencia al humor para ponerle mood, ¿o será que el mood ya tiene de por sí cierto humor? Decir que estoy con humor nostálgico tendrá la misma intención que si digo que ando con mood nostálgico? Los defensores del español me dirán que si, y que incluso es mejor porque es en español, pero de verdad que a mí me suena a otra cosa, será que precisamente por ser una palabra en otro idioma me sugiere algo un poco más bizarro, como "sabe qué modo"... sabe qué mood, cuestión de orden. Ando en sabe qué mood...
Y bueno, luego el mood tiene su soundtrack, pero ese es otro tema.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

LA LLAVE MAESTRA


Les propongo un experimento. Siéntense en cualquier lugar a esperar algo, así, solitos, sin libro ni revista Vanidades. A ver con cuántos desconocidos platican. De seguro con ninguno, todo el mundo anda en lo suyo y si no encuentran la Vanidades, pues a lo mejor está la TV y Novelas o los jueguitos del celular, pero nadie voltea a ver a nadie más de lo debido no vaya a creer que le estoy viendo lo mal que se peinó o que la blusa no le combina con esos zapatos. Ahora regresen al mismo lugar con un bebé (si no tienen lo pueden pedir prestado, siempre habrá una mamá feliz de deshacerse de su pequeño por unas horas) y vuelvan a contar a los desconocidos con los que platicaron.... ¿desconocidos?.. Ninguno, si todos acabaron siendo sus amigos ¿o no?
Un bebé es la puerta al mundo, la mejor arma para las relaciones públicas. He pensado seriamente en llevarme a Mariana al Senado a ver si no logro que todos los Senadores me pelen, hasta Beltrones, ya verán. Lo mejor es que los bebés ni siquiera requieren haber nacido para hacer su "trabajo" de rompehielos. Una panza de embarazada tiene casi los mismos efectos, especialmente con las mujeres, eso sí.
Cuando me embaracé me convertí en una persona "interesante", la gente me preguntaba cómo estaba, si sería niño o niña, si me daban nauseas, si era el primero, si ya sabía cómo le iba a poner. Mis amigos me atendían, me daban el lugar en el metro (aunque nomás me hubiera pasado dos veces lo voy a poner en homenaje a esos escasos ciudadanos que todavía hacen ese tipo de rarezas). Ahora con bebé soy el colmo de lo interesante y ni siquiera tengo que esforzarme mucho, puedo hablar de popó y de todos modos es interesante.
Aclaro que esto no funciona con todo el mundo. Para muchos de mis amigos solteros y que ni siquiera se les ocurre que puedan llegar a cometer esa estupidez de la paternidad, eso no resulta nada interesante. Hablo en primer lugar de los que ya son padres, o mejor aún, los abuelos, los que quieren y no han podido, o los que pueden pero no querían.
Que Mariana sea particularmente atractiva ayuda mucho y provoca muchas sorpresas. Que un darketo con piercing en la nariz detenga su camino en una plaza para pararse a chulera a una bebé no debe ser muy común. Pero no importa que no fuera tan coqueta y bonita, sí, tengo que decirlo, de todos modos sería mi llave a la socialización.
Todo comienza de distintas maneras. Si el interlocutor también tiene bebé uno de los dos comienza haciéndole un guiño al niño ajeno, si éste sonríe la conversación comienza más fácil. ¿Cuántos meses tiene?... ¿de veras?... está muy grande. Hoy mi respuesta no fue tan común; en el seguro social, mientras esperábamos a que nos llamaran para las vacunas, una señora con su nieta se sentaron al lado mío. La bebé sostenía fuertemente el carnet de citas, lo cual me llamó la atención porque se veía muy pequeña; hice la consabida pregunta y me djeron que tenía seis meses, pero era evidentemente mucho más pequeña que Mariana (que todavía no cumple cinco). La conversación giró entonces sobre la alimentación, la niña comía bastante, desde los cuatro meses, pero en la guardería a fuerza querían que engordara más... ¡ahh, la guardería!!!, otra conversación, y claro, por eso es tan abusada la chiquilla. Cuando salí yo del consultorio me despedí de la señora y parecíamos las grandes amigas. Antes de eso, el intendente que esperaba para entrar a limpiar los baños (un tipo que ya había visto, de esos raros que hacen su trabajo de buen ánimo y que hasta parece que le gusta) gritó, ¡pero qué bebé tan hermosa!, pudimos empezar también una conversación, pero estaba muy lejos y no tenía ganas de gritar.
Otra forma de comenzar las conversaciones tiene que ver con los accesorios. Qué práctica está tu cangurera, ¿dónde la conseguiste?, ¿y esas mamilas deveras son tan buenas?, ¿en tu pañalera cabe todo? y entonces arranca una letanía de consejos e intercambio de experiencias inacabable, hasta que alguno tiene que irse, bendito sea dios.
La verdad es que efectivamente las conversaciones más largas son con los que son padres, y de preferencia de bebés o niños no muy grandes, porque los que ya tienen adolescentes más bien te ven con un poco de odio porque tú todavía no tienes que padecer al monstruito ese y encima te quejas de que no te deja dormir. Pero también hay uno que otro soltero interesado que basta que te haga una pregunta para que entonces tú le cuentes lo que te mueres por decir de tu pequeño, y claro, ellos siempre tendrán un sobrino, el hijo de una amiga o el vecinito de arriba del cual platicar también para no quedarse atrás. Es más, a veces los bebés ni siquiera son el tema de la plática, se habla sobre el trabajo, sobre política, sobre esta ciudad de locos en la que ya no se puede vivir (el tópico empieza porque uno dice que no es un lugar para que un niño crezca, pero qué se le va a hacer), pero la carita angelical del pequeño que sonríe a los mimos del extraño es mucho más efectiva que cualquier intento de acercarte a un desconocido, no vaya a ser que tengas intenciones sucias y macabras y con un niño eres inocente.

viernes, 5 de septiembre de 2008

¿HAY ALGUIEN AHÍ?


Por Juan Villoro

Al aterrizar en la Ciudad de México se advierte que la lógica no es lo nuestro. Una ventanilla anuncia "Taxi autorizado". Ahí mismo una leyenda de la Procuraduría Federal del Consumidor informa que ese establecimiento puede estar violando la ley. Llegamos al territorio donde lo autorizado es ilegal.

La ventanilla que al mismo tiempo proclama y refuta la normatividad es una metáfora de un país donde las reglas han dejado de tener sentido o son caprichosas e inoperantes. En su relato "Ante la ley", Kafka describe la justicia como una puerta que es distinta para cada persona, pero que nunca se abre. Nuestros códigos operan de modo semejante.

Llegar al Distrito Federal significa establecer instantáneos vínculos con el sinsentido. Hasta hace unos días el taxi del aeropuerto a mi casa costaba 190 pesos. Ahora cuesta 225. Para no decirle al chofer que el aumento me parecía abusivo, hablé de hidrocarburos (tema en el que cada mexicano tiene algo que aportar) y de pasada mencioné que el precio del petróleo ya está bajando. Como suele ocurrir, el conductor comentó que él no recibía nada del aumento y procedió a contar sus condiciones de trabajo, dignas de un cochero en el brumoso Londres de Dickens.

El célebre Sitio 300, que controla los taxis del aeropuerto, lleva años sin ponerse de acuerdo con las autoridades que regulan la aviación civil y los negocios aledaños. Aunque no han renovado el contrato, los mil 300 permisionarios siguen empleando a conductores con los que tampoco tienen compromiso contractual (tal era el caso del piloto que me tocó en suerte).

Como en México la catástrofe es un tema de conversación muy contagioso, basta hablar de un problema para que los desastres se ramifiquen. El taxista me dijo que en la mayoría de las gasolineras un "litro" nunca es un litro. Nuestra realidad prefiere las comillas a las cursivas.

Me sorprendí de que los taxis autorizados atropellaran la legalidad, pero poco después pasé por un tianguis donde ofrecían "discos pirata originales". Esto me ayudó a asimilarme a una tradición convencida de que lo auténtico es lo que se modifica sin que se note. Tal vez en otro país la piratería genuina sea contradictoria. Aquí avala la calidad de lo ilícito.

En casi todas las formas del trato social asoma la pequeña transa, la componenda que lleva a la extraña compensación de corregir el abuso que se sufrió con el que se comete.

La ley se ha convertido en una molesta sugerencia o, en el mejor de los casos, en una zona discrecional. Pongamos un ejemplo tan nimio como frecuente: la medida del tiempo en los estacionamientos, espacios no siempre relacionados con el meridiano de Greenwich. Algún genio de la manipulación tuvo la idea de que se cobrara "hora o fracción". Ese prohombre no descubrió la eternidad pero sí la manera de alargar el tiempo. Quince minutos integran una "fracción", que vale igual que una hora. Si llegas al minuto 14, un entusiasta de las sumas calcula que llegaste al 16, es decir, que debes una hora.

En este caso hay evidencia aritmética de lo que sucede. Sin embargo, la cuota de abuso, la dichosa "fracción", suele ser algo que no advertimos, un indescifrable impuesto por hacer transacciones en un país al margen de la ley.

Nuestra relación con los desconocidos se basa en la desconfianza. Cuando alguien demuestra honestidad, decimos: "se ganó mi confianza". Bien mirado, es una derrota social que la confianza deba ganarse. En una comunidad sólida, la confianza es algo que se pierde: das por sentado que las cosas saldrán bien y en caso contrario dejas de creer en esa persona. "Música pagada toca mal son", dice un proverbio indispensable para una tribu donde la credibilidad llega muy poquito a poco.

¿Sería posible escribir una historia de la sospecha y el recelo en la sociedad mexicana? De ser así, los capítulos más abultados tendrían que ver con la historia reciente. En el virreinato un delito podía tener como agravante la "nocturnidad" (el ladrón contaba con la complicidad de las sombras). Hoy en día lo "oscurito" se presenta a todas horas.

El tema de la ilegalidad va de la picaresca cotidiana a la tragedia del crimen organizado. Las marchas contra la inseguridad confirmaron la indignación y el dolor de una nación que ya no soporta la violencia ni la impunidad. La protesta fue clara. El problema estriba en saber si hay interlocutores. ¿Quién puede responder? ¿Cómo va a hacerlo?

En la obra de Heinrich von Kleist El cántaro roto, un juez debe sancionar un crimen que él cometió. No es otro el desafío de los gobiernos que tienen zonas descompuestas, tocadas por la criminalidad. ¿Será posible la depuración que enjuicie a los supuestos responsables de impedir el crimen?

La película Alien se promovió con un eslogan sobre la impotencia ante el terror: "en el espacio exterior nadie puede oír tu grito". ¿Quién acusará recibo de nuestro S.O.S.?

En ocasiones el sufrimiento de los animales refleja nuestra propia angustia. El 26 de agosto 60 caballos murieron ahogados en el club hípico La Barranca. Sus caballerizas se inundaron en una rinconada sin escapatoria. Emilio Campos, caballerango de 61 años, trató de salvarlos y unió su suerte a la de los animales que cuidó hasta el último momento.

Podemos imaginar el nerviosismo de los caballos, los relinchos bajo la lluvia, el agua que sube como una corriente inexplicable; podemos oír, a lo lejos, la voz conocida y confiable que no puede hacer nada; podemos entender, en el desorden de la noche, que el frío contacto con la marea significa que no hay salida, que estamos juntos, los de siempre, en la casa común, y sin embargo todo acaba.

En inglés pesadilla quiere decir "yegua de la noche" (nightmare). El alarido es la forma elemental de salir de ese desbocado trance. Hemos empezado a gritar. Falta saber si alguien nos escucha.

martes, 29 de julio de 2008

ALEXANDERPLATZ

El hombre se detiene y sus pies quedan al borde de la banqueta. El perro también se para, pero a sus patas les falta bastante para tocar el filo de la acera. El hombre no lo nota. El hombre presta atención a la punta de sus zapatos, los mismos zapatos de la semana anterior. ¿Sería un viernes entonces? ¿Es viernes ahora? Supone que sí porque la gente en el otro lado de la calle es mucha, cargan alguna cerveza y tienen caras felices. El perro sabe que es viernes y sabe que son los mismos zapatos porque huelen a orines. El perro sabe bien de esos olores.
El hombre no recuerda; la punta de los zapatos lo remite a una azotea. Llegó ahí por casualidad, encuentros furtivos a los que él se entrega gozoso para luego salir de ellos y lamentarse por ser una veleta. Una veleta sin azotea. Su piso es el primero en el edificio y no tiene forma de llegar a la azotea. El perro sabe que hay alguna forma porque los gatos juegan allá, pero el hombre es estúpido, piensa el perro, y no lo lleva a jugar con esos gatos, a corretearlos y deleitarse con sus pelos erizados, a sacar los colmillos y presumirlos sin que nadie le dé un manazo en la cabeza… “Perro malo”. No, no hay forma de llegar a la azotea, piensa el hombre y mira sus pies. Pero hay azoteas en otros pisos en los que sí es posible entrar. Así llegó a una.
El hombre alza la cara y ve en la acera de enfrente a una mujer de cabello rojo. El perro ve al perro que lleva la mujer y que no tiene el pelo rojo. Es negro, muy negro. Nada que ver con su pelaje blanco, pero nunca tan blanco para llamarse un perro blanco. En cambio aquel negro es envidiable. Ese perro puede andar por la calle y sentirse orgullosamente negro. Él, en cambio, agacha la cabeza cuando su amo dice a la gente que su perro es blanco, pero no tan blanco, casi blanco.
Viendo a la mujer del pelo rojo, el hombre recuerda a su amiga, la dueña de la azotea, la dueña del piso. No importa de lo que es dueña. Tiene el pelo rojo también, pero él nunca se ha atrevido a tocarlo. Todos los días en la oficina ve con recelo cómo su vecino de escritorio acaricia esa melena. Mete toda la mano en él y la deja ahí por eternos segundos para sacarla luego impregnada de delicioso perfume. El hombre no tiene idea del olor de su amiga pelirroja, como no tiene idea de a qué huele la pelirroja en la acera de enfrente, pero imagina un perfume dulce… su imaginación es grande.
El perro conoce el olor, le llegaba cuando ella se acercaba y lo acariciaba, a él, un perro casi blanco, una mujer con un pelo totalmente rojo, pero con un olor casi molesto, a tabaco.
El hombre se apena. Ese viernes, si acaso en verdad era un viernes, no se despidió de su amiga pelirroja cuando salió disparado escaleras abajo, con el pantalón un poco mojado. Levanta la vista y por un momento piensa en la cara que pondría la mujer de enfrente si le hace un ademán como despidiéndose de ella, para subsanar el descuido con su amiga.
El perro sí dijo adiós ese viernes, porque él sabía que era un viernes. Cuando salió detrás de su dueño miró a la amiga lastimeramente, pero ella no sabía nada…
El hombre mira de nuevo la punta de sus zapatos. Ya no recuerda la azotea, sólo el vacío bajo sus pies, el vacío oscuro y silencioso emitiendo apenas una suave voz. El perro recuerda también el vacío y da un paso atrás, recibiendo a cambio un jalón de la correa. Ni una mirada.
Tampoco ese viernes lo habían mirado. Él estaba detrás, casi a la misma distancia que ahora, esperando una mirada, quizá sólo una mirada, aunque esperaba realmente una caricia. Siempre le daban caricias.
El hombre escucha la campana del semáforo a punto de cambiar. El perro también la escucha y mueve la cola instintivamente. El hombre mira a la pelirroja y recuerda de nuevo el rostro de su amiga, la mano de su vecino de escritorio en su pelo y el timbre de la puerta. Recuerda también una fría sensación en la entrepierna. El perro también la recuerda y mira al perro negro. Recuerda la mirada que nunca llegó. Recuerda el sonido del timbre y su lengua en la mano de su amo, al mismo tiempo que este daba un paso hacia atrás, igual de temeroso que el que da ahora hacia delante. Igualmente, sin caricias.
El hombre avanza y esquiva a la gente que cruza hacia el lado contrario. Piensa en los puentes, siempre tan llenos de gente, por eso prefiere las áridas azoteas. Piensa en su azotea inexistente, piensa en tantas azoteas por descubrir y se abandona a ese pensamiento de un próximo encuentro. El perro también avanza, pero sólo piensa en la mirada que no le llega desde hace una semana. Mira por última vez a su amo que avanza llevando a un perro negro, un perro negro con un pelo envidiable.

jueves, 17 de julio de 2008

LOS PENDIENTES

El famoso cuestionario Pivot que muchos periodistas suelen aplicar a sus entrevistados, pero que sobre todo es básico en las entrevistas de James Lipton en "Desde el Actors Studio" incluye la pregunta Aparte de tu profesión ¿que otra profesión te hubiese gustado ejercer? Siempre que me imagino cómo respondería ese cuestionario cuando sea famosísima y me lo pregunte quizá no Lipton, pero tal vez algún periodista del New York Times, no estoy segura de cuál finalmente escogería. Estas son todas las profesiones que me hubiera gustado desempeñar en algún momento de mi vida. Reto a quien me lea que pueda escoger una sola profesión alterna a la que tiene, que además, a lo mejor ni le gusta.

- De niña quería ser educadora pero esa idea se me quitó por completo y más ahora que tengo una hija.

- Luego quise ser química farmacobióloga porque mi papá me dijo un día ese nombre y me pareció que era tan sofisticado que yo tenía que dedicarme a eso. Después de la prepa todavía pensaba en dedicarme a la química, pero elegí letras. El gusanito ahí se quedó.

- En algún momento quise estudiar arquitectura. A punto estuve de dejar la facultad, pero no había quién me financiara. Es quizá mi profesión más frustrada, quizá al final de cuentas eso es lo qeu contestaría en frente de mi entrevistador.

- Hubiera querido ser chef, algo así como Thierry Blouet en el Café de lso Artistas de Puerto Vallarta, o mejor aún, como Anthony Bourdain.

- Me hubiera gustado hacer algo que me llevara a visitar muchos hoteles. Me encantan los hoteles.

- Cuando veo Grey's Anatomy se me ocurre que hubiera sido divertido ser doctora, pero en el Seattle Grace y con McDreamy, porque luego veo ER y ya no se me antoja.

- Me hubiera gustado ser curadora de arte y poder decir con aires de suficiencia que este o aquel son pésimos artistas, o al contrario, además de viajar, vestirme de manera exótica y tomar vino todos los fines de semana en las inauguraciones.

- Siempre digo que quisiera ser escritora, pero luego no me pongo a escribir.

- Sobre todo me hubiera gustado ser millonaria y dedicarme a decorar y desdecorar mi casa.

lunes, 14 de julio de 2008

EL MUNDO DE MILLÁS


De Juan José Millás tengo el recuerdo de una entrevista frustrada. Era la la FIL del 98, mi primera feria del libro como reportera de Mural. Me consideraba una experta en el evento luego de asistir varias veces y trabajar en algunos estands, pero el punto de vista de periodista es otro. Era una novata en aquel mar de autores, de conferencias, de temas por explorar. Una noche antes mi editor, Israel Carranza, me avisó que tenía entrevista con Millás, en ese entonces un autor desconocido para mí, pero era español y a mí eso me sonó de bastante importancia como para ir bien preparada. Me dio el libro, "El orden alfabético" y con una alta dosis de café me dediqué a leer toda la noche. Disfruté la lectura menos que si no hubiera sido por obligación, pero aún así encontré en su imaginario un placer que me hizo sentirme un poco de su lado. La elaboración de las preguntas fue casi con la mano temblando, pero al final ahí iba yo, con el libro y mi libreta bien afianzados y muy segura hacia el estand de Alfaguara, donde supuestamente me estaría esperando el autor y hasta un fotógrafo. Llegué temprano y me dijeron que esperara a que otro reportero tereminara su entrevista... otro reportero... reportera, para ser más exactos. En cuanto la vi sentada riendo junto con Millás se me vino el alma al suelo, era Silvia Isabel Gámez, con su pelo azul, su acento español y toda su experiencia, y claro, con su credencial del periódico Reforma. ¿Y ya para qué haces tú la entrevista?, me dijo la mujer de prensa cuando le hice ver que Silvia y yo éramos del mismo medio. Yo la escribo para ambos, reafirmó Silvia, y yo no pude decir mucho. Seguramente en mi cara se notaba la decepción o el enojo, no sé cuál era más evidente, pero el caso es que Millás se compadeció y me dijo que si quería que me firmara el libro. No dije mucho y se lo dí (ahora no tengo la menor idea de dónde está el ejemplar), pero en cuanto salí del estand me arrepentí, odiaba verme como una fan, yo tenía que ser una profesional y no debí dejar que me lo firmara. Desde entonces, cada que leía algo de Millás, un libro o una entrevista, incluso su columna de El País, sentía un poco esa humillación, la suficiencia del autor sintiéndose alagado firmando el libro (¿se lo presté a alguien, dónde está?) de la pobrecita reportera a la que habían dejado plantada. Yo podía recomendar cien por ciento su lectura, pero prefería no acercarme mucho a él... hasta que leí El Mundo, que recién terminé el fin de semana. La novela, que según dice Millás le llegó como auto que se pasa el alto (aquí en el DF esa imagen es muy fácil de encontrar en cualquier esquina) me envolvió casi como logró hacerlo Philip Roth con "Patrimonio", esa especie de recordatorio de vida que hace que irremediablemente uno se asome a ratos a su propia vida como si se tratara de una novela. La escena del Millás claustrofóbico tratando de escapar de una fiesta me hizo reecontrarme con él de otra forma. Si su fobia es cierta, en aquella FIL no era yo la única que sufría; él tuvo que sentirse asfixiado entre tanto autor, tanto saludo, tanto periodista y tanto libro. Más que una venganza fue como una suerte de solidaridad. Casi me he creído su humildad, pero también es cierto que en la literatura, por muy personal, uno es capaz de engañarse a sí mismo de manera sorprendente. Sin embargo, disfruté "El Mundo", disfruté la historia de su calle casi como disfruté mi propia calle en la infancia, sus reencuentros y sus pérdidas. Si volviera a encontrarme con él. Si por alguna razón volviera a entrevistarlo, no tengo muy claro qué le preguntaría, pero tal vez trataría de llevarlo a un lugar exterior, de darle un poco de oxígeno... y no, no le pediría un autógrafo. Eso todavía no. ÚLTIMAS NOTICIAS: Silvia y yo finalmente fuimos amigas, cada que asistía a la FIL disfrutábamos bastante, nos reíamos. Luego fue mi jefa, sí, cuando llegué a Reforma en enero del 2007, y ahora seguimos siendo amigas. Pero así como no volvería a pedirle una autógrafo a Millás, no volvería a perdonarle que me ganara una entrevista.