viernes, 24 de agosto de 2007

AHORA YA PUBLICO DE NUEVO!

(ENFOQUE// REFORMA// 22 DE JULIO)
Un desastre anunciado
Karla Garduño Morán

El café del Gran Hotel de la Ciudad de México estaba a reventar. Además de ser las 19:00 horas de un viernes de verano en el Centro Histórico, mucha gente había corrido ahí, como a otros edificios de la zona, para refugiarse de la lluvia y de una inundación que rebasaba ya las banquetas.

Los meseros corrían de un lado a otro llevando tazas de té y café a los comensales nerviosos, que a través de las llamadas por celular se iban enterando del nivel de la inundación en otras partes de la ciudad.

"Mi hija está atorada en Río Churubusco. Dice que el agua está llegando como marejada", dijo un hombre.

"En Zaragoza ya no se puede pasar. Dice mi mujer que hay gente en los techos de los carros", mencionó alguien más.

La gente se había metido al lobby del Gran Hotel por estar más arriba del nivel de calle, pero el agua comenzaba a subir los primeros escalones del recibidor. Los empleados comentaban que nunca habían visto algo así en el centro.

Y es que desde 1951 las inundaciones que se presentaban en la zona no sobrepasaban los 10 centímetros. Una pareja de ancianos que esperaba una oportunidad para ser atendida en el café recordó aquellos dos meses de julio y agosto del 51. El agua había alcanzado más de medio metro y calles como 16 de Septiembre y Motolinía se cruzaban de un lado a otro en pequeñas balsas. "Aquello fue una tragedia tremenda", recordó la señora.

Éste parecía un aguacero como el de aquel 15 de julio de 1951. Durante una hora habían caído más de 50 milímetros cúbicos de agua pluvial, casi el triple del registro más alto de la temporada que era de 10 a 15 milímetros en dos horas. La inundación del 51 había sido uno de los motivos que desencadenaron la construcción del drenaje profundo en 1966.

El sistema de túneles de 110 kilómetros de longitud, concluido en 1975, había sido diseñado para trabajar la mitad del año en el desagüe de las aguas pluviales. Sin embargo, desde 1992 trabaja los 12 meses del año llevando lluvia y aguas negras.





El colapso del drenaje



La historia se repetía 56 años después: el Zócalo se había convertido en una laguna y alrededor de la enorme plancha de concreto el tráfico se había quedado detenido; a los autos varados apenas se les veían las llantas. La gente intentaba correr entre el agua anegada. Los policías, con impermeables amarillos y el agua hasta las rodillas, daban enérgicas indicaciones a los transeúntes y a los conductores que se resistían a dejar sus vehículos para ponerse a salvo. Era como si no hubiera drenaje.

Tal como lo habían advertido los estudios del Colegio de Ingenieros Civiles, del gobierno federal y de las propias autoridades capitalinas el Emisor Central -donde desembocan la mayoría de los túneles del drenaje profundo y la principal salida del agua del Valle de México hacia el Río Tula- había colapsado, luego de trabajar sin descanso ni el mantenimiento anual que hasta 1992 se le había hecho.

La advertencia de que el gran túnel de 50 kilómetros y 6.5 metros de diámetro estaba trabajando indebidamente, a veces con más carga de la que podía desahogar, había llegado a gran parte de la población con anterioridad, por lo que las autoridades no dudaron en confirmar la noticia.

Una revisión realizada a principios del 2006 había evidenciado que la rugosidad en las paredes del Emisor Central, que en algunas partes dejaba el acero expuesto, ya había reducido la capacidad de desalojo original de 180 metros cúbicos por segundo a 110. Ante la intensidad de la tormenta el túnel estaba tratando de sacar cerca de 200 metros cúbicos por segundo, lo cual ejercía un exceso de presión que terminó por abrir un grieta y provocar un derrumbe a la altura de la Lumbrera 4, en Tlalnepantla.

Las cinco plantas de bombeo que habían comenzado a construirse para entrar en funcionamiento en diciembre, con la intención de reforzar al Gran Canal del desagüe y poder cerrar así el Emisor Central para entrar a rehabilitarlo, no habían sido terminadas, por lo que el colapso había sido inevitable. El riesgo se tenía presente, incluso la Comisión Nacional del Agua había iniciado la construcción de una planta más, con mayor capacidad, para que en la confluencia del río de los Remedios y el canal La Compañía, fuera capaz de bombear el agua del emisor hacia un área inundable en el vaso de Texcoco, en caso de emergencia. Pero tampoco se había terminado.

A través de las cámaras de monitoreo colocadas en los 28 puntos críticos de encharcamiento que la Secretaría de Protección Civil del Distrito Federal determinó en mayo, al iniciar la temporada de lluvias, se habían detectado las zonas más graves de la inundación, que coincidían con las señaladas por los estudios realizados por el Colegio de Ingenieros.

Las delegaciones Gustavo A. Madero, Venustiano Carranza, Iztacalco, Cuauhtémoc, parte de Iztapalapa y de la Benito Juárez en el Distrito Federal, y los municipios de Ecatepec, Texcoco y Nezahualcóyotl en el estado de México, eran los más afectados.

El daño alcanzaba directamente a cientos de colonias en donde habitan cerca de 4 millones de personas. Pero en toda la zona metropolitana, incluso en los lugares más altos como Milpa Alta, Tlalpan o Cuajimalpa, la gente intentaba localizar a sus parientes y amigos en medio del caos.

El tráfico varado, las líneas telefónicas bloqueadas y los apagones casi generalizados mantenían a la población inmovilizada.





Los ríos humanos



A pesar de estar varados, preocupados por sus familias, asustados y ansiosos de volver a sus ciudades de origen, los que se refugiaban en el Gran Hotel eran sólo espectadores instalados en un cómodo café a tres metros del suelo.

A nivel de calle la tormenta se sufría de otra forma. Armados de cubetas y escobas, algunos comerciantes establecidos no desistían en su intento por sacar el agua de sus locales y poner a salvo la mayor cantidad de mercancía posible. Algunos la subían a anaqueles y mostradores, pero muchos trataban de llevarse las cosas ante la amenaza de que el agua subiera más de tres metros en las inmediaciones del Zócalo, como lo había advertido la Conagua en los días anteriores.

Los más de 25 mil ambulantes que según la Canaco se instalan en el Perímetro A del Centro Histórico, y que normalmente comienzan a levantar sus puestos poco antes de las 19:00 horas, habían comenzado a recoger en cuanto el agua les cubrió los tobillos. A las 20:00 horas corrían con sus diablitos a las cocheras de resguardo; el agua ya les llegaba a la cintura y, en su carrera por encontrar un sitio donde guardar lo más valioso, chocaban entre ellos sorteando automóviles y microbuses varados. La avenida Circunvalación, que da salida natural a las inmediaciones de la Merced, Lagunilla y Tepito, era un torrente capaz de arrastrar al menos avispado y nadie se animaba a cruzarla nadando.

Las más de 6 mil bodegas y locales de la Merced estaban inundados. El agua había alcanzado más de un metro y las ratas comenzaban a salir a flote buscando tierra firme.

En las calles del Centro Histórico, la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal improvisaba un operativo de evacuación.

"¡Quítense del arroyo de la calle!", gritaban los policías inútilmente, "váyanse a un lugar alto".

La gente que intentaba salir de los estacionamientos aledaños se subía a los techos de sus autos y los comerciantes y habitantes de la zona corrían hacia las azoteas de viejas vecindades y edificios visiblemente dañados por el tiempo y el abandono.





Pasajeros varados



Mientras esto ocurría en el primer cuadro, en la confluencia del Bulevar Puerto Aéreo y avenida Hangares ya no se veía el techo de los automóviles que se habían quedado varados.

Ahí, en las inmediaciones del aeropuerto, había comenzado todo. Por ser una de las zonas más bajas de la ciudad (a 2 mil 226 metros de altura, contra 2 mil 240 del Zócalo) las aguas negras encontraron salida más rápido por las alcantarillas. La precipitación se había sumado al exceso de desechos que taponeaban las tuberías del drenaje.

Era la reacción prevista. Si el Emisor Central se había bloqueado, el agua de lluvia mezclada con las aguas negras estaría saturando los interceptores que desembocan en él y los colectores del drenaje superficial.

Los vecinos de colonias como Moctezuma, Santa Cruz Aviación y Aviación Civil, que ya antes habían reportado la falta de mantenimiento en el drenaje y los malos olores que tenían que aguantar cuando llovía, habían desistido de sacar el agua de sus hogares y se refugiaban en las azoteas, con el rostro cubierto con pañuelos o camisas para mitigar la pestilencia.

Ante la inundación en las pistas de la terminal aérea se habían cancelado los vuelos, afectando a los más de 60 mil usuarios que diariamente transitan por el principal aeropuerto del país. Los vuelos por aterrizar habían sido desviados a otras bases; en el mejor de los casos Toluca, pero incluso a Puebla o hasta Guadalajara.

También la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO) había suspendido el servicio. Los más de 45 mil pasajeros que normalmente pasan por ahí se habían quedado detenidos, por lo que las afectaciones estaban llegando a otros lugares fuera de la zona metropolitana.





La ciudad inmóvil



"Cerraron el Metro".

La noticia se había dispersado desde las puertas cerradas de las estaciones subterráneas, de donde la gente había ido saliendo en busca de otra forma de llegar a casa. El agua se había ido filtrando y antes de que llegara a las vías las autoridades habían decidido desalojar los vagones y suspender el servicio de un sistema con 4.2 millones de usuarios diarios.

En las zonas donde no llovía la gente salía desconcertada, y en donde azotaba todavía la tormenta los pasajeros evacuados narraban asustados que abajo se formaban verdaderas albercas. Nadie podía ir a ningún lado.

Afuera del Metro Lagunilla una señora lloraba por la angustia de que sus hijos estaban solos en su casa de la colonia Nueva Tenochtitlan, en la delegación Gustavo A. Madero, y sin Metro no había manera de llegar hasta allá porque el servicio de microbuses y camiones estaba saturado en aquellas arterias por donde todavía podían circular.

Tampoco podía comunicarse con sus vecinos para decirles que auxiliaran a sus hijos debido a las fallas en las líneas telefónicas provocadas por el agua y la saturación de las mismas, y aunque no estaba segura de que en el norte estuviera lloviendo sabía que al ser vecina del Gran Canal del desagüe era muy posible que se estuviera saliendo el agua, aunque en aquella área el túnel estuviera entubado.

Y sí, en la Gustavo A. Madero la situación empeoraba. Las medidas usuales de los vecinos para combatir las inundaciones, como la improvisación de bardas y diques hechos con costales de arena, no eran suficientes. No sólo les caía lluvia, también las coladeras escupían aguas negras.





Lluvia y desechos



En la mayoría de la zona urbana podía percibirse el olor a caño. El drenaje parecía no estar dispuesto a llevarse una gota más de agua.

El Gran Canal, que había perdido su pendiente natural hacía el río Tula a causa del hundimiento ocasionado por la sobreexplotación de los mantos acuíferos, era la principal vía de desagüe disponible además del Emisor Poniente del drenaje profundo. Pero entre ambos podían desahogar apenas 40 metros cúbicos de agua por segundo, cantidad equivalente a los desechos generados diariamente por los habitantes del Valle de México, a la que en ese momento había que sumarle el agua de lluvia.

Las familias que vivían en colonias de Ecatepec como San José Xalostoc y Villa de Guadalupe, donde el Gran Canal corre a cielo abierto, habían visto cómo éste sobrepasaba los tres metros de su vaso y se desbordaba, arrasando a su paso con las casas de lámina y cartón ubicadas en el borde. A pesar de estar acostumbrados al tufo del drenaje, incrementado por los desechos de la zona industrial aledaña, éste les resultaba ya insoportable.

Sin embargo, lo importante en el momento era ponerse a salvo.

Luego de intentar salvar algo de la mercancía de su tienda de abarrotes justo enfrente del Canal, una joven desamarró a su perro que ladraba ansioso en la cochera, cerró las puertas del lugar y corrió hacia la planta alta de su casa. No sabía calcular cuánto podría perder, ni si los distribuidores le repondrían el producto; para ella era una pérdida total.

Perros y ratas muertas, botes de basura, llantas y hasta algunos muebles livianos flotaban en el torrente del Río de los Remedios recién desazolvado.

Las corrientes de las calles viajaban arrastrando cualquier cantidad de basura atascada en las coladeras y en los tiraderos.

Las vialidades por donde otrora circularon ríos, se convirtieron en el cauce natural del agua pluvial mezclada con los desechos que brotaban de las coladeras.

El Viaducto Miguel Alemán, Río Consulado y Río Churubusco estaban convertidos en caudales de agua y autos varados. La gente buscaba refugio en los techos de sus autos, pero en los pasos a desnivel la lluvia ya había cubierto los coches por completo y los automovilistas los habían abandonado para ser rescatados. La Unidad Tormenta del GDF, preparada con semanas de anticipación, trabajaba en ello.

La Calzada Ignacio Zaragoza estaba bloqueada a la altura de Ciudad Neza y Santa Martha Acatitla. La afectación podría durar días, como en mayo del 2000, cuando la salida a Puebla quedó cerrada durante tres días por el desbordamiento del canal La Compañía. Aquella vez los daños a casi mil viviendas y más de 50 mil habitantes de los municipios de Chalco, Valle de Chalco e Ixtapaluca, habían ascendido a más de 3 mil millones de pesos. Las consecuencias de la tragedia que se vivía eran todavía incalculables.





La ayuda



Cuando dejó de llover, alrededor de las 21:00 horas, un área de más de 200 kilómetros cuadrados -equivalente a la superficie del puerto de Veracruz- estaba cubierta de agua.

En las zonas más bajas y las confluencias de avenidas como Oceanía y Río Consulado o el Viaducto y Calzada de Tlalpan, el agua había alcanzado hasta tres metros y aunque ya no había precipitación, el desagüe seguía desbordándose.

En algunas partes de la ciudad había llovido cerca de dos horas; en otras no había caído ni una gota, pero la afectación era general.

En el Gran Hotel la gente había abandonado el café y se había subido a los pasillos que conducen a las habitaciones, pues el agua había llegado hasta el lobby -ubicado a más de tres metros arriba del nivel de la calle-. La angustia rondaba a los turistas que temían por su seguridad y a los que se habían refugiado allí, pues no podían comunicarse con sus familias y sabían que no podrían moverse en unas horas.

La ayuda oficial e improvisada se había comenzado a desplegar cuando todavía llovía. Los gobiernos federal, del Distrito Federal y del estado de México se coordinaban con todos sus recursos para la emergencia.

Plantas portátiles generadoras de electricidad, bombas sumergibles capaces de desalojar 140 litros de agua por segundo, equipos de desazolve, lanchas para el rescate, bomberos, policías y personal capacitado ex profeso para esta previsible catástrofe, laboraban a marchas forzadas en las zonas afectadas.

El gobierno federal puso en marcha del Plan DN-III-E, por lo que el Ejército se disponía a auxiliar a la población con acciones de rescate, medidas de salubridad, abasto de comida, medicamentos y agua purificada.

El Metro seguía cerrado y las redes telefónicas saturadas. Las autoridades urgían a desalojar las zonas más anegadas para que la gente pudiera ser trasladada a los albergues, donde también se les aplicarían vacunas para evitar epidemias.

Para la evacuación de las colonias más afectadas se dispusieron lanchas y helicópteros; pero resultaban insuficientes ante la cantidad de gente varada. En las unidades habitacionales de la zona centro y nororiente los vecinos de los pisos altos se sentían a salvo, pero los vapores que subían de las alcantarillas amenazaban con intoxicarlos y el ambiente comenzaba a contaminarse.

Antes de la media noche ya se hablaba de víctimas mortales. Casas construidas en barrancas fueron devastadas. Algunas personas habían sido arrastradas por las corrientes en las avenidas y otros se quedaron atrapados dentro de sus automóviles, según algunos testigos. Pero todavía era imposible calcular cuántas víctimas había cobrado la tragedia.

En algunas colonias la gente organizaba cuadrillas de rescate. Hubo quienes sacaron lanchas y, armados con sogas y linternas, se lanzaron auxiliar a las calles cercanas.

Las azoteas de algunos edificios se improvisaron como helipuertos, para poder evacuar a la población y llevarla a los albergues.

El GDF tenía preparados 96 refugios temporales para cualquier emergencia, pero no todos se pudieron habilitar, pues los ubicados en Gustavo A. Madero, Iztacalco, Venustiano Carranza e Iztapalapa también estaban inundados. Esto obligó a improvisar albergues en las delegaciones menos afectadas.

Durante toda la noche la ciudad estuvo despierta. La población se mantenía alerta de las novedades, y los medios de comunicación transmitían mensajes de quienes intentaban comunicarse con sus familiares y listas de gente extraviada.

Las autoridades de salud alertaban sobre no utilizar el agua corriente ante el riesgo de que estuviera contaminada. Sólo debía beberse agua hervida o purificada.

En la madrugada comenzó a llegar más ayuda. Agua embotellada y comida enlatada, así como cobijas y vacunas aterrizaban en helicópteros de diversos estados. En el aeropuerto se trabajaba a marchas forzadas para rescatar por lo menos una pista y que los pasajeros detenidos, más de tres mil a esa hora, pudieran salir de la ciudad. La terminal estaba a reventar; la gente se había acomodado a dormir en las plantas altas.

Los directivos del Aeropuerto Benito Juárez proyectaban que al final del día habrían logrado sacar a la totalidad de la gente, pero una vez vacío volvería a cerrarse. Había demasiados daños en las pistas y en la planta baja de la terminal.

En las zonas donde los ríos corrían a cielo abierto -especialmente cerca del Gran Canal y el Río de los Remedios- se comenzaron a detectar brotes de diarrea y alergias en la piel.

Unas 12 horas después del colapso del Emisor Central, las autoridades anunciaban que podrían desalojar el agua anegada en una semana, pero el Servicio Meteorológico pronosticaba más lluvia.

No sólo la capital, sino todo el país, se preparaba para enfrentar un problema de mayores magnitudes.

Ante el daño en edificios oficiales del Centro Histórico, como el Palacio Nacional, que alberga a la Secretaría de Hacienda; la Suprema Corte, la Catedral, el viejo Palacio del Ayuntamiento -sede del GDF-, la Cámara de Diputados y el Senado de la República, la burocracia nacional podía verse afectada.

La gran inundación finalmente había sucedido y los compromisos de inversión para construir plantas de bombeo y un gran túnel de 50 kilómetros paralelo al Emisor Central, habían llegado demasiado tarde para la población afectada.





FUENTES CONSULTADAS:



Jorge Legorreta, coordinador del Centro de Información del Agua de la UAM; José Luis Luege Tamargo, director de Conagua; Elías Miguel Moreno, secretario de Protección Civil del DF; Mario Luis Salazar Zúñiga, presidente del Colegio de Ingenieros Civiles de México; Ramón Aguirre Díaz, director general del Sistema de Aguas del DF; Horacio Riojas Rodríguez, director de Salud Ambiental del Centro de Investigaciones en Salud Poblacional del Instituto Nacional de Salud Pública, y Joel Audefroy, investigador del IPN y miembro de la Coalición Internacional del Hábitat México.