martes, 20 de mayo de 2008

Twinkle, twinkle, little star




La única canción de cuna que me he aprendido es “Estrellita”, y claro, esa parte de “Duérmete niño, duérmete ya, que viene el coco y te comerá”, pero dicen que no hay que asustar a los niños con el coco, así que digamos que sólo me sé una canción de cuna para cantarle a Mariana; en realidad podría cantarle casi cualquier canción con voz dulce, pero el problema es que a la hora oportuna de cantar (por ahí de las dos o cuatro de la mañana) no me acuerdo de ninguna canción, ninguna, ni siquiera alguna de Paquita la del Barrio. Se me han olvidado las canciones, o tal vez es que estoy en un extraño limbo donde parece que mi vida sucede en otro plano. Será el estado de somnolencia provocado por las constantes despertadas en la noche o el encierro y la soledad (por mucho que esté dispuesta a salir resulta que la gente normal está trabajando y no me hace mucho caso), pero desde hace un mes he dejado de ser menos yo y he pasado a ser más la mamá de Mariana. No me quejo… o sí me quejo, pero no me arrepiento… o sí me arrepiento, pero tampoco es que sea una tragedia y al final sé que lo asimilaré, como he asimilado tantas cosas en mi vida.
Los padres decidimos traer a los hijos al mundo, planeado o no planeado al final es nuestra decisión hacer que vengan a una vida no muy plena, donde los problemas están a la orden del día. Pobres criaturas, pero que conste que se empiezan a cobrar la factura desde la más tierna infancia. Cada llanto, cada mamila, cada reclamo, cada pañal sucio se van anotando en el contrato de cambio de vida que ambas firmamos la noche del 17 de abril en el quirófano. Yo le quité nueve meses de paz, ella me ha quitado 32 años de vida egoísta. A cambio yo le he regalado el mundo, y ella me ha regalado su presencia. Ella me despierta en las madrugadas con un grito, pero para consolarme me regala una sonrisa justo antes de caer dormida de nuevo tras la comida. Yo no logro calmar los dolores que no puede explicarme, pero para consolarla puedo acercarla a mi pecho y mecerla con los latidos de mi corazón, ese sonido que la acompañó nueve meses. Nuestro intercambio de penas y alegrías no tardó en comenzar ni un día, el mismo día en que comenzamos a vivir en esta especie de simbiosis en la que dejamos de ser individualmente. Pero todo va encaminado a un fin, o al menos me gusta pensarlo así, a ese momento en que ella comenzará a ser ella misma y yo volveré a ser yo, o esa nueva yo llena de ella.
No, nada será otra vez lo mismo, pero a pesar de que cada noche me parezca que los cambios son terribles, nunca me hubiera perdido la maravilla de verla despertar.