martes, 29 de julio de 2008

ALEXANDERPLATZ

El hombre se detiene y sus pies quedan al borde de la banqueta. El perro también se para, pero a sus patas les falta bastante para tocar el filo de la acera. El hombre no lo nota. El hombre presta atención a la punta de sus zapatos, los mismos zapatos de la semana anterior. ¿Sería un viernes entonces? ¿Es viernes ahora? Supone que sí porque la gente en el otro lado de la calle es mucha, cargan alguna cerveza y tienen caras felices. El perro sabe que es viernes y sabe que son los mismos zapatos porque huelen a orines. El perro sabe bien de esos olores.
El hombre no recuerda; la punta de los zapatos lo remite a una azotea. Llegó ahí por casualidad, encuentros furtivos a los que él se entrega gozoso para luego salir de ellos y lamentarse por ser una veleta. Una veleta sin azotea. Su piso es el primero en el edificio y no tiene forma de llegar a la azotea. El perro sabe que hay alguna forma porque los gatos juegan allá, pero el hombre es estúpido, piensa el perro, y no lo lleva a jugar con esos gatos, a corretearlos y deleitarse con sus pelos erizados, a sacar los colmillos y presumirlos sin que nadie le dé un manazo en la cabeza… “Perro malo”. No, no hay forma de llegar a la azotea, piensa el hombre y mira sus pies. Pero hay azoteas en otros pisos en los que sí es posible entrar. Así llegó a una.
El hombre alza la cara y ve en la acera de enfrente a una mujer de cabello rojo. El perro ve al perro que lleva la mujer y que no tiene el pelo rojo. Es negro, muy negro. Nada que ver con su pelaje blanco, pero nunca tan blanco para llamarse un perro blanco. En cambio aquel negro es envidiable. Ese perro puede andar por la calle y sentirse orgullosamente negro. Él, en cambio, agacha la cabeza cuando su amo dice a la gente que su perro es blanco, pero no tan blanco, casi blanco.
Viendo a la mujer del pelo rojo, el hombre recuerda a su amiga, la dueña de la azotea, la dueña del piso. No importa de lo que es dueña. Tiene el pelo rojo también, pero él nunca se ha atrevido a tocarlo. Todos los días en la oficina ve con recelo cómo su vecino de escritorio acaricia esa melena. Mete toda la mano en él y la deja ahí por eternos segundos para sacarla luego impregnada de delicioso perfume. El hombre no tiene idea del olor de su amiga pelirroja, como no tiene idea de a qué huele la pelirroja en la acera de enfrente, pero imagina un perfume dulce… su imaginación es grande.
El perro conoce el olor, le llegaba cuando ella se acercaba y lo acariciaba, a él, un perro casi blanco, una mujer con un pelo totalmente rojo, pero con un olor casi molesto, a tabaco.
El hombre se apena. Ese viernes, si acaso en verdad era un viernes, no se despidió de su amiga pelirroja cuando salió disparado escaleras abajo, con el pantalón un poco mojado. Levanta la vista y por un momento piensa en la cara que pondría la mujer de enfrente si le hace un ademán como despidiéndose de ella, para subsanar el descuido con su amiga.
El perro sí dijo adiós ese viernes, porque él sabía que era un viernes. Cuando salió detrás de su dueño miró a la amiga lastimeramente, pero ella no sabía nada…
El hombre mira de nuevo la punta de sus zapatos. Ya no recuerda la azotea, sólo el vacío bajo sus pies, el vacío oscuro y silencioso emitiendo apenas una suave voz. El perro recuerda también el vacío y da un paso atrás, recibiendo a cambio un jalón de la correa. Ni una mirada.
Tampoco ese viernes lo habían mirado. Él estaba detrás, casi a la misma distancia que ahora, esperando una mirada, quizá sólo una mirada, aunque esperaba realmente una caricia. Siempre le daban caricias.
El hombre escucha la campana del semáforo a punto de cambiar. El perro también la escucha y mueve la cola instintivamente. El hombre mira a la pelirroja y recuerda de nuevo el rostro de su amiga, la mano de su vecino de escritorio en su pelo y el timbre de la puerta. Recuerda también una fría sensación en la entrepierna. El perro también la recuerda y mira al perro negro. Recuerda la mirada que nunca llegó. Recuerda el sonido del timbre y su lengua en la mano de su amo, al mismo tiempo que este daba un paso hacia atrás, igual de temeroso que el que da ahora hacia delante. Igualmente, sin caricias.
El hombre avanza y esquiva a la gente que cruza hacia el lado contrario. Piensa en los puentes, siempre tan llenos de gente, por eso prefiere las áridas azoteas. Piensa en su azotea inexistente, piensa en tantas azoteas por descubrir y se abandona a ese pensamiento de un próximo encuentro. El perro también avanza, pero sólo piensa en la mirada que no le llega desde hace una semana. Mira por última vez a su amo que avanza llevando a un perro negro, un perro negro con un pelo envidiable.