viernes, 5 de septiembre de 2008

¿HAY ALGUIEN AHÍ?


Por Juan Villoro

Al aterrizar en la Ciudad de México se advierte que la lógica no es lo nuestro. Una ventanilla anuncia "Taxi autorizado". Ahí mismo una leyenda de la Procuraduría Federal del Consumidor informa que ese establecimiento puede estar violando la ley. Llegamos al territorio donde lo autorizado es ilegal.

La ventanilla que al mismo tiempo proclama y refuta la normatividad es una metáfora de un país donde las reglas han dejado de tener sentido o son caprichosas e inoperantes. En su relato "Ante la ley", Kafka describe la justicia como una puerta que es distinta para cada persona, pero que nunca se abre. Nuestros códigos operan de modo semejante.

Llegar al Distrito Federal significa establecer instantáneos vínculos con el sinsentido. Hasta hace unos días el taxi del aeropuerto a mi casa costaba 190 pesos. Ahora cuesta 225. Para no decirle al chofer que el aumento me parecía abusivo, hablé de hidrocarburos (tema en el que cada mexicano tiene algo que aportar) y de pasada mencioné que el precio del petróleo ya está bajando. Como suele ocurrir, el conductor comentó que él no recibía nada del aumento y procedió a contar sus condiciones de trabajo, dignas de un cochero en el brumoso Londres de Dickens.

El célebre Sitio 300, que controla los taxis del aeropuerto, lleva años sin ponerse de acuerdo con las autoridades que regulan la aviación civil y los negocios aledaños. Aunque no han renovado el contrato, los mil 300 permisionarios siguen empleando a conductores con los que tampoco tienen compromiso contractual (tal era el caso del piloto que me tocó en suerte).

Como en México la catástrofe es un tema de conversación muy contagioso, basta hablar de un problema para que los desastres se ramifiquen. El taxista me dijo que en la mayoría de las gasolineras un "litro" nunca es un litro. Nuestra realidad prefiere las comillas a las cursivas.

Me sorprendí de que los taxis autorizados atropellaran la legalidad, pero poco después pasé por un tianguis donde ofrecían "discos pirata originales". Esto me ayudó a asimilarme a una tradición convencida de que lo auténtico es lo que se modifica sin que se note. Tal vez en otro país la piratería genuina sea contradictoria. Aquí avala la calidad de lo ilícito.

En casi todas las formas del trato social asoma la pequeña transa, la componenda que lleva a la extraña compensación de corregir el abuso que se sufrió con el que se comete.

La ley se ha convertido en una molesta sugerencia o, en el mejor de los casos, en una zona discrecional. Pongamos un ejemplo tan nimio como frecuente: la medida del tiempo en los estacionamientos, espacios no siempre relacionados con el meridiano de Greenwich. Algún genio de la manipulación tuvo la idea de que se cobrara "hora o fracción". Ese prohombre no descubrió la eternidad pero sí la manera de alargar el tiempo. Quince minutos integran una "fracción", que vale igual que una hora. Si llegas al minuto 14, un entusiasta de las sumas calcula que llegaste al 16, es decir, que debes una hora.

En este caso hay evidencia aritmética de lo que sucede. Sin embargo, la cuota de abuso, la dichosa "fracción", suele ser algo que no advertimos, un indescifrable impuesto por hacer transacciones en un país al margen de la ley.

Nuestra relación con los desconocidos se basa en la desconfianza. Cuando alguien demuestra honestidad, decimos: "se ganó mi confianza". Bien mirado, es una derrota social que la confianza deba ganarse. En una comunidad sólida, la confianza es algo que se pierde: das por sentado que las cosas saldrán bien y en caso contrario dejas de creer en esa persona. "Música pagada toca mal son", dice un proverbio indispensable para una tribu donde la credibilidad llega muy poquito a poco.

¿Sería posible escribir una historia de la sospecha y el recelo en la sociedad mexicana? De ser así, los capítulos más abultados tendrían que ver con la historia reciente. En el virreinato un delito podía tener como agravante la "nocturnidad" (el ladrón contaba con la complicidad de las sombras). Hoy en día lo "oscurito" se presenta a todas horas.

El tema de la ilegalidad va de la picaresca cotidiana a la tragedia del crimen organizado. Las marchas contra la inseguridad confirmaron la indignación y el dolor de una nación que ya no soporta la violencia ni la impunidad. La protesta fue clara. El problema estriba en saber si hay interlocutores. ¿Quién puede responder? ¿Cómo va a hacerlo?

En la obra de Heinrich von Kleist El cántaro roto, un juez debe sancionar un crimen que él cometió. No es otro el desafío de los gobiernos que tienen zonas descompuestas, tocadas por la criminalidad. ¿Será posible la depuración que enjuicie a los supuestos responsables de impedir el crimen?

La película Alien se promovió con un eslogan sobre la impotencia ante el terror: "en el espacio exterior nadie puede oír tu grito". ¿Quién acusará recibo de nuestro S.O.S.?

En ocasiones el sufrimiento de los animales refleja nuestra propia angustia. El 26 de agosto 60 caballos murieron ahogados en el club hípico La Barranca. Sus caballerizas se inundaron en una rinconada sin escapatoria. Emilio Campos, caballerango de 61 años, trató de salvarlos y unió su suerte a la de los animales que cuidó hasta el último momento.

Podemos imaginar el nerviosismo de los caballos, los relinchos bajo la lluvia, el agua que sube como una corriente inexplicable; podemos oír, a lo lejos, la voz conocida y confiable que no puede hacer nada; podemos entender, en el desorden de la noche, que el frío contacto con la marea significa que no hay salida, que estamos juntos, los de siempre, en la casa común, y sin embargo todo acaba.

En inglés pesadilla quiere decir "yegua de la noche" (nightmare). El alarido es la forma elemental de salir de ese desbocado trance. Hemos empezado a gritar. Falta saber si alguien nos escucha.